Allí yacía Oceane, encima de aquella roca húmera al lado del puerto. Un lugar tranquilo, donde solo se oía el sonido de las gaviotas y el rubor de las grandes y majestuosas olas. El viento ondeaba su largo y negro cabello, mientras que una ligera brisa pudo facilitarme su dulce aroma. Oceane se giró hacía mí, saltó de la roca de un brinco y vino corriendo, abrazándome con tal fuerza que me tiró al suelo. Noté, a parte de la humedad del lugar, una gota recorriéndome la espalda. No le di importancia hasta que me miró a los ojos... Sus cristalinos ojos estaban bañados en lágrimas. Volvió a abrazarme, cuando de repente sus suaves labios se dirigían hacia mi oído, susurrando un efímero "adiós". Ahora era yo, mis lágrimas caían en su frágil cuello, desaciéndonos en mil y un pedazos.
Me dio un beso y corrió hacia el mar, donde pertenece. Las olas borraban aquellas huellas dibujadas simetricamente en la arena, nada más dejando en mi ropa aquel dulce olor a fresa. Día tras día iba a aquel lugar, con la vana esperanza de volver a verla aunque fuera por última vez.